Tanto la vida como la muerte del girasol son una clara analogía de lo que debería ser la vida cristiana: buscar siempre la luz y procurar huir de las tinieblas.
Por Antonio Cruz. Fuente: Protestante Digital
El girasol es una planta herbácea, oriunda del centro y norte de América, capaz de alcanzar los tres metros de altura y, como en la mayoría de tales vegetales, su ciclo vital sólo dura un año. El nombre científico que le puso Carlos Linneo en 1753 (Helianthus annuus) hace referencia a sus dos características más sobresalientes: “heli-anthus” significa literalmente “la flor del sol”, en relación a su marcado heliotropismo, o movimiento que sigue al astro rey, mientras que “annuus” indica el carácter anual de la planta. Hay distintos tipos de girasoles que producen pipas de las que se obtienen aceites, confituras e incluso elementos para la fabricación de biodiesel.
Es bien sabido que sus espectaculares flores se dirigen siempre hacia la luz solar. ¿Cómo logran los girasoles y el resto de los vegetales que presentan fototropismo realizar tales movimientos? La bióloga cristiana Xandra Carroll lo explica en un delicioso artículo que me ha servido de inspiración para el presente trabajo[1]. El secreto del lento movimiento vegetal está en la actividad de ciertas hormonas especiales.
Se trata de las “giberelinas” que influyen en el crecimiento de la planta y la ayudan a reaccionar frente a estímulos positivos o negativos procedentes del medioambiente. Estas hormonas hacen que los vegetales se estén moviendo constantemente; que se balanceen y anticipen a los cambios del medio; que bailen y guarden las distancias adecuadas; que tanteen el espacio y avancen o retrocedan, etc. No paran de moverse pero, eso sí, lo hacen a una velocidad imperceptible para el ojo humano.
Las giberelinas actúan en el tallo de los girasoles haciendo que por un lado éste se acorte, mientras por el opuesto se alargue. Esto permite la torsión de la flor en dirección a la luz solar. Durante el día, la parte del tallo que sustenta la cabeza floral y está orientada al sol, se acorta. Por la noche, vuelve a alargarse como si se tratase de un sistema de poleas oculto en el interior del tallo del vegetal. Lo más curioso de este movimiento diario de tira y afloja es que, al llegar la noche, las flores del girasol no se quedan paralizadas “mirando” el ocaso por donde desaparece el sol sino que vuelven sus rostros otra vez a oriente. Cuando el sol se pone y la luz se apaga, las flores buscan el este.
Es como si anticipasen el radiante amanecer, como si supieran por dónde saldrá el sol a la mañana siguiente. Se podría decir que la oscuridad no les quita la esperanza de un nuevo día. Es el llamado “movimiento anticipatorio nocturno” que consiste en girar las flores en sentido contrario para esperar la salida del sol[2]. ¿Cómo puede un vegetal sin cerebro saber esto y anticiparse al futuro?
Diversos experimentos científicos han puesto de manifiesto que los girasoles jóvenes poseen como un reloj interno que determina su propio ritmo circadiano[3]. Este ritmo provoca oscilaciones de las variables biológicas de la planta en intervalos regulares de tiempo.
Se ha comprobado que cuando el girasol alcanza la madurez detiene todo movimiento, deja de girar y se orienta definitivamente hacia el nacimiento del sol, hasta que muere. Es como si fallecieran orientándose hacia la fuente que iluminó toda su vida.
La regulación circadiana explica bien los movimientos de estas singulares herbáceas y además contribuye a aumentar su biomasa así como la visita de insectos polinizadores a las flores. Los genes implicados en tales reacciones fototrópicas, así como los genes del reloj interno, provocan una respuesta a los cambios lumínicos del medioambiente, haciendo posible el seguimiento solar. Todo esto se empieza a entender bien. Sin embargo, comprender tales procesos biológicos no explica cómo pudieron originarse por primera vez, ni de dónde surgió la información necesaria para realizarlos. En mi opinión, los lentos movimientos de los girasoles gritan a los cuatro vientos la palabra “diseño”.
Además, tanto la vida como la muerte del girasol suponen para mí una clara analogía de lo que debería ser la vida cristiana: buscar siempre la luz y procurar huir de las tinieblas. En la Biblia, la luz y la vida van íntimamente ligadas, mientras que la oscuridad y la muerte están también en estrecha relación. Desde el punto de vista teológico, la iluminación decisiva viene siempre del cielo. El resplandor del Señor rodeó a los pastores y los atemorizó (Lc. 2:9), mientras que Pablo fue rodeado, en el camino de Damasco, por una luz venida de arriba que era mucho más brillante que la del sol (Hch. 26:13). Se trataba, sin lugar a dudas, de Jesucristo, la genuina luz del mundo (Jn. 8:12), que hace que quien le sigue no ande ya en tinieblas sino que, a su vez, se convierta en luz para los demás (Mt. 5:14). Ser luz es amar a los hermanos, mientras que aborrecerlos significa vivir todavía en las tinieblas (1 Jn. 2:9-11).
En estos tiempos de inquietud, temor, egoísmo e incertidumbre, lo mejor que podemos hacer es imitar a los girasoles. Buscar siempre la luz y seguirla cueste lo que cueste. Y, cuando el anochecer nos sumerja en la oscuridad, no nos acobardemos, volvamos la mirada hacia oriente y esperemos el alba del día definitivo. Cada girasol conoce bien el camino de la luz porque lo recorre cada día de su vida, ya que así lo determinó el Creador de todos los soles del universo.