El universo se nos abre para que lo estudiemos y comprendamos la grandeza de su creador. La biología evolutiva materialista no nos puede dar razón de todo esto. Por Antonio Cruz
A pesar de las cosas malas que existen en el mundo, es innegable que éste está también repleto de belleza e intencionalidad. Desde el brillo centelleante de las estrellas en la Vía Láctea, el abigarrado colorido y movilidad de los arrecifes de coral, el fantasmagórico color de las auroras boreales o las inmensas llanuras pobladas de animales del Serengueti africano, todo nos habla de grandeza, belleza, poder, equilibrio y propósito. Además, la precisión y singularidad de las leyes físicas, las particulares propiedades químicas que hacen posible la vida en millones de formas diferentes y la perfecta interrelación existente entre todos los ecosistemas de la biosfera reflejan que detrás del cosmos existe una mente creadora providencial.
Hay que tener el corazón entenebrecido y los razonamientos envanecidos para no verlo, tal como escribía ya el apóstol Pablo hace más de dos milenios.
Este es precisamente el primer mensaje de la Biblia que las religiones monoteístas aceptan como verdad fundamental. El Antiguo Testamento empieza diciendo que en el principio Dios creó los cielos y la tierra, mientras que en el Nuevo, el apóstol Pablo asegura que éstos revelan la naturaleza y el poder del su creador (Ro. 1:20). A la vez, el texto inspirado afirma que los seres humanos, los varones y las hembras, fuimos hechos a imagen y semejanza del Altísimo. Por tanto, no seríamos el producto casual o sinsentido de una evolución aleatoria sino el resultado del pensamiento específico y determinado del creador. De manera que, según la Escritura, cada criatura humana es necesaria, especial, deseada y amada por Dios.
La rebeldía humana
La historia de la humanidad está repleta de personas que no quisieron reconocer la realidad de Dios y creyeron que este mundo era eterno o el resultado de fuerzas impersonales que lo generaron al azar. Es verdad que la incredulidad no es exclusiva de nuestro tiempo, sin embargo en el presente parece estar más extendida que nunca. Los sociólogos se preguntan acerca de las causas de esta desafección contemporánea por lo divino y, entre otras razones, apuntan a la influencia del materialismo radical de nuestra cultura. No únicamente el de la tendencia a la acumulación de bienes materiales sino sobre todo el que supone la creencia de que sólo somos un conjunto de átomos, células y energía en movimiento. Nada más.
Es sabido que el materialismo científico niega cualquier realidad trascendente, sea ésta el alma, la verdad, la belleza, la bondad, la libertad humana o la existencia del mismo Dios creador. Desde tal ideología todo sería relativo y no habría un fundamento para el ser. No existiría causa última y el universo, la vida o el hombre carecerían de sentido ya que sólo serían el producto de fuerzas ciegas o sin propósito alguno. En este sentido, el biólogo evolucionista ateo Richard Dawkins escribe: “La simple idea de los milagros sobrenaturales carece de sentido. Si algo parece ser inexplicable por la ciencia, puedes concluir con seguridad una de estas dos cosas: o no ha ocurrido en realidad (el observador se equivocó, o mintió o le engañaron) o hemos expuesto algo que la ciencia aún no ha descubierto”[1]. Como la creación del mundo es para los creyentes el mayor de los milagros y no pudo tener observadores humanos, la única alternativa explicativa del materialismo es la fe en que algún día la ciencia proporcionará la respuesta adecuada desde la física y la cosmología, puesto que Dios no existiría.
Por medio de estas ideas materialistas, a los jóvenes se les inculca que las personas y el resto de los seres vivos somos el producto de procesos evolutivos no guiados que de ninguna manera podían habernos tenido en mente. Esta es una de las principales causas del ateísmo contemporáneo. Se emplea la ciencia para negar todo propósito trascendente y la mismísima existencia de Dios. Pero además, se hace precisamente cuando los resultados de los últimos descubrimientos científicos nos indican todo lo contrario. Es decir, que las evidencias de diseño y sabiduría están por todas partes.
¿Pudo crear Dios mediante el azar?
Por desgracia, los científicos materialistas no son los únicos que niegan la realidad del diseño inteligente en la naturaleza. Hay también muchos cristianos evolucionistas que creen que el evidente diseño de las especies biológicas es aparente ya que se debería a las mutaciones al azar en el ADN y a la acción no tan aleatoria de la selección natural. Piensan que Dios creó el mundo mediante la combinación de tales procesos naturales. Pero, ¿es esto posible? ¿Pudo el creador crear por medio del azar? El famoso genetista protestante, Francis S. Collins, líder durante más de una década del Proyecto Genoma Humano, escribió: “Si la evolución es aleatoria, ¿cómo puede estar él (Dios) realmente a cargo? ¿Y cómo podía estar seguro de un resultado que incluyera seres inteligentes? (…) En este contexto, en el momento de la creación del universo, Dios podría haber conocido cada detalle del futuro. (…), la evolución nos podría parecer guiada por el azar, pero desde la perspectiva de Dios el resultado sería específico por completo.”[2] Collins cree que el creador pudo haberse servido de mutaciones aleatorias a lo largo de millones de años para hacer el mundo, a los seres vivos y a la raza humana.
Sin embargo, esta opinión no es compartida por muchos otros científicos evolucionistas, que conciben la transformación de las especies como un proceso aleatorio no dirigido y creen que si se rebobinara hacia atrás o ésta empezara de nuevo, probablemente surgirían otras especies diferentes y es posible incluso que el ser humano jamás volviera a aparecer. Por ejemplo, el conocido profesor de paleontología de la Universidad de Harvard, Stephen Jay Gould, escribe: “El Homo sapiens es también “una cosa tan pequeña” en un universo enorme, un acontecimiento evolutivo ferozmente improbable, y no la esencia del designio universal.”[3] En general, la ortodoxia científica sostiene esta postura acerca de la aleatoriedad de la evolución y, por tanto, la imposibilidad de que un proceso natural así pudiera haber sido dirigido intencionalmente. De manera que ni siquiera Dios podría haber controlado unas transformaciones de por sí incontrolables. No es posible guiar un proceso que se define precisamente como no guiado. Esto estaría entre las demás cosas que, según la propia teología, el creador no puede hacer, como mentir, cambiar, ser injusto o dibujar círculos cuadrados.
No obstante, los evolucionistas teístas insisten en mantener esta posición ambigua y creen que Dios, a pesar de todo, podría haber actuado en el proceso evolutivo, permitiendo ciertas mutaciones en el ADN y no otras, de una manera tan sutil que sería indetectable por la ciencia. De forma que ésta no podría nunca descartar la posibilidad de que Dios hubiera influido en el aparentemente ciego proceso evolutivo. Por eso rechazan las evidencias de diseño en la naturaleza porque no desean oponerse a la supuesta ortodoxia científica y prefieren reinterpretar la teología. La ambigüedad de esta postura consiste en que mientras, por un lado, se niega la acción directa del diseño inteligente en el origen de la información del ADN de cada clase o phylum fundamental de los seres vivos, por otro, se aceptan toda una infinidad de minúsculos toques divinos en dicha molécula a lo largo del proceso evolutivo, dirigidos a un resultado final concreto. Desde luego, se trata de un intento de adecuar la acción creadora de Dios a la teoría de la evolución. De ahí que los evolucionistas ateos vean estos “toques divinos” como algo innecesario para llevar a cabo un proceso que las solas leyes naturales podrían haber hecho. El problema es que si el motor de la evolución son las mutaciones aleatorias, entonces el ser humano no puede ser parte de un plan divino. ¿Cómo es posible llegar a ser por casualidad y por diseño? ¿Por accidente y, a la vez, por intencionalidad divina?
El paradigma científico actual
Así como no se puede cambiar la estructura de una casa pintando solamente su fachada, me parece que la evolución es incapaz de originar organismos realmente nuevos sólo mediante mutaciones puntuales en el ADN. El evolucionismo cree que sí, que dichos errores genéticos poseen el maravilloso poder de crear toda la biodiversidad existente. Pero se trata de una suposición, no de una evidencia empírica irrefutable. Para que aparezcan criaturas novedosas, seguramente se requiere mucho más que simples mutaciones genéticas. Es probable que haya que cambiar cosas más importantes desde el principio, como la introducción de nueva información biológica, estructural, genética y también epigenética. Algo que la evolución no puede explicar por mutaciones azarosas.
Según el paradigma científico actual, las únicas explicaciones que la ciencia acepta son las estrictamente naturales. El neodarwinismo no considera válidas las explicaciones teleológicas o que se dirigen hacia una finalidad concreta. Tampoco Darwin las aceptaba en su tiempo, de ahí que usara frases como “Dios no habría hecho las cosas así” y considerara que la teoría de la creación especial no era propiamente científica. La incongruencia de su pensamiento estriba en que unas veces parece apelar a premisas teológicas, mientras que en otras ocasiones procura mantener la teología fuera de la ciencia. De ahí que sus seguidores actuales confiesen que la ciencia debe usar el “naturalismo metodológico” en lugar del “neutralismo metodológico”. Pero esta posición hace que el teísmo cristiano sea incompatible con el darwinismo, entendido éste como naturalismo o materialismo aplicado. Por eso cuando hoy se habla de propósito o diseño en biología, inmediatamente se le descalifica o se le trata de anticiencia, creacionismo disfrazado, fundamentalismo y toda la retahíla peyorativa que le sigue.
Darwin trató de explicar la apariencia de propósito en la naturaleza pero sin apelar a ningún diseño real. La inmensa mayoría de sus seguidores han venido manteniendo que las mutaciones aleatorias, tamizadas por la selección natural, constituyen ese proceso ciego y sin propósito que origina seres que parecen diseñados pero no lo están. Sin embargo, seamos claros y llamemos a las cosas por su nombre: dicho proceso es incompatible con el Dios creador que lo dirige todo providencialmente. De manera que la negación de la teleología o del propósito es la esencia del darwinismo ortodoxo.
Serias dudas sobre el motor evolutivo
Curiosamente, el evolucionismo teísta continúa con su intento de adecuarse al darwinismo precisamente en un momento histórico en el que muchos científicos relevantes del movimiento están empezando a cuestionar la idoneidad de las mutaciones y la selección natural para explicar la diversidad de la vida. Investigadores evolucionistas como el biólogo canadiense Brian Goodwin, que asegura que la evolución es válida a pequeña escala para el ajuste fino de las variaciones intraespecíficas pero no a gran escala entre los tipos básicos de organización[4]; Armin Moczek de la Universidad de Indiana, quien afirma también que el origen de nuevos rasgos complejos constituye un desafío central pero en gran parte sin resolver en biología evolutiva; y en fin, científicos evolucionistas como Kevin Laland, Tobias Uller, Marc Feldman, Kim Sterelny, Gerd B. Müller, Eva Jablonka, Armin Moczek, Douglas J. Futuyma, Richard E. Lenski, etc.[5] Todos estos autores están convencidos de que el mecanismo mutación-selección es incapaz de explicar el proceso evolutivo que requiere la teoría darwinista. De ahí que insistan en seguir buscando nuevos mecanismos, hasta ahora desconocidos.
No obstante, el evolucionismo no es una cuestión secundaria ya que afecta a la forma en que nos concebimos a nosotros mismos y eso, a la vez, repercute en el valor que los cristianos le damos a la revelación escritural. Es cierto que la Biblia no es un tratado científico, sin embargo enseña verdades teológicas fundamentales acerca de la vida y el ser humano que no deben pasarse por alto. El primer Adán del Génesis está íntimamente relacionado con el segundo Adán que es Jesucristo, mientras que la resurrección sobrenatural de éste condiciona por completo nuestro destino eterno. No somos un puñado de genes que determinan nuestra condición o nuestra incapacidad para elegir entre el bien y el mal sino que somos responsables de nuestros actos. Tampoco somos máquinas biológicas, ni simios evolucionados ya que fuimos creados a imagen de Dios y, por tanto, tenemos propósito, intelecto, alma, espiritualidad y libre albedrío. El universo se nos abre para que lo estudiemos y comprendamos la grandeza de su creador. En fin, la biología evolutiva materialista no nos puede dar razón de todo esto.
Conclusión
Tanto el evolucionismo teísta como el diseño inteligente apelan a un Dios creador que actuó al principio con sabiduría. El primero cree que por medio de pequeñas e indetectables mutaciones al azar a lo largo del tiempo, mientras que el segundo rechaza el poder de las mutaciones y piensa que toda la información biológica pudo darse originalmente o con posterioridad en momentos puntuales. Sin embargo, ninguna de estas dos opciones es contemplada por la ortodoxia evolucionista porque ésta se niega a permitir “un pie divino” en la puerta de la ciencia. Su método naturalista no es neutral sino puramente materialista. Por eso el evolucionismo teísta fracasa en su intento de acomodar la doctrina de la creación a la teoría darwinista, negando a la vez las evidencias de diseño en el mundo. Lo que está en juego es la definición de la propia ciencia. ¿Es la evolución una teoría científica o sólo metafísica?
En mi opinión, ciertas formas de evolución teísta no están en consonancia con las enseñanzas de la Escritura. Es más, la ciencia -libre de prejuicios materialistas- permite pensar que el mundo es la creación de un diseñador inteligente que lo hizo todo con una intención concreta. Los seres inteligentes son capaces de imitar los efectos de las causas accidentales pero éstas no pueden imitar la acción de los seres inteligentes.
Fuente: Protestante Digital