El hombre es incapaz de contar con exactitud todas las estrellas del universo. Sin embargo, el creador las conoce bien y recuerda la identidad de cada una. Por Antonio Cruz
Cuenta la Biblia que Abram tuvo una visión divina en la que se le revelaron las siguientes palabras: “Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia” (Gn. 15:5). El ser humano sólo puede contar a simple vista entre 5 000 y 6 000 estrellas en una noche sin Luna.
Hoy sabemos que en el universo hay alrededor de diez cuatrillones de estrellas (10 000 000 000 000 000 000 000 000). Se ha estimado que tal cantidad equivale al número de granos de arena de todas las playas de la Tierra. Ningún ser humano puede contar una a una semejante cantidad.
Sin embargo, el salmista dice, aunque sea de manera poética, que Dios “cuenta el número de las estrellas y a todas ellas llama por sus nombres” (Sal. 147:4). ¿Qué son las estrellas? ¿De qué están compuestas? ¿Por qué emiten luz?
Las estrellas son soles o, al revés, el Sol es una estrella, la más próxima a nosotros y la que mejor conocemos porque vivimos gracias a su luz. En el libro de Génesis se la llama “lumbrera mayor” para distinguirla de la Luna, que sería la “lumbrera menor” ya que su luz no es propia sino reflejada y también proviene de la mayor.
En realidad, las estrellas son enormes bolas de plasma muy caliente. Dicho plasma es un estado especial de la materia en el que una buena parte de los átomos carecen de electrones. Sería como una sopa de núcleos atómicos y de electrones de hidrógeno y helio. La temperatura en el interior de una estrella es elevadísima, del orden de centenares de millones de grados. Esto hace que los núcleos de elementos químicos simples, como el hidrógeno, se fusionen y se conviertan en otros elementos más pesados, como el helio. Semejante transformación genera enormes cantidades de energía.
Nuestro astro rey es una estrella relativamente pequeña pero que puede existir durante miles de millones de años porque en él se da un delicado equilibrio entre la fuerza de la gravedad, que tiende a comprimirlo debido a su propio peso y a aumentar la presión en su interior, y la energía que se libera en la reacción de la fusión nuclear, que actúa en sentido contrario a la gravedad y tiende a expandirlo.
Sin embargo, en las estrellas más grandes que el Sol este equilibrio no suele ser tan eficaz y solamente subsisten unas decenas de millones de años. Tienen, por tanto, una vida corta.
Se cree que, al principio, cuando se creó el universo, éste contenía un 73% de hidrógeno y un 25% de helio. El 2% restante era litio, el tercer elemento de la tabla periódica. Posteriormente, las estrellas se convirtieron en las grandes fábricas de la mayor parte de los elementos químicos de la naturaleza. Astros pequeños y masivos como el Sol pueden producir, por medio de reacciones de fusión nuclear, helio, carbono y oxígeno. Mientras que otras estrellas más masivas, cuando estallan y se convierten en supernovas, pueden elaborar la mayoría de los elementos conocidos.
Los primeros astrónomos pensaban que las estrellas emitían luz porque se quemaban por combustión, como se quema la leña en la Tierra. Sin embargo, a partir del siglo XIX se fueron dando cuenta de que esto no podía ser así. Al calcular el volumen de una estrella como el Sol, se vio que por simple combustión ya se habría quemado y desaparecido por completo en unos pocos miles de años.
Fue el descubrimiento de la radiactividad y de la teoría de la relatividad especial de Einstein lo que permitió comprender mejor el funcionamiento de las estrellas. Se vio que cuando en su interior, cuatro núcleos o protones de hidrógeno se transformaban en un núcleo de helio, se liberaban grandes cantidades de energía. Esta reacción se conoce como “fusión nuclear” y junto a otras similares, son las que permiten que las estrellas brillen durante tantos millones de años.
El hombre es incapaz de contar con exactitud todas las estrellas del universo. Sin embargo, el creador las conoce bien y recuerda la identidad de cada una. Las colocó donde están con una finalidad concreta. Cumplen una importante función física pero, sobre todo, son un claro testimonio de su sabiduría y poder sobrenatural.
Cada vez que levantamos los ojos al firmamento, Dios nos habla por medio de un silencio majestuoso y sobrecogedor. Un mensaje sin palabras que puede despertar en nosotros la admiración, el respeto, la humildad y el amor a Él.
Publicado en: Protestante Digital