Cuando la iglesia no toma en serio su función de sal y luz, contribuye a la descomposición de una sociedad de forma decisiva.
Por José Hutter Teólogo, profesor y escritor alemán
El juicio divino sobre una de las regiones más prósperas y fructíferas de Medio Oriente pendía de un hilo. Mejor dicho, dependía de diez personas justas. Infelizmente estas personas no existieron -por lo menos su número no llegó a diez- y en consecuencia, el furor divino sobre las ciudades en la región de lo que hoy es la zona del Mar Muerto se llevó a cabo. Estamos hablando de la destrucción de Sodoma y Gomorra.
Esta historia nos enseña un principio importante: los justos tienen un poder conservador en relación con la sociedad donde viven y de ellos depende si un juicio divino se lleva a cabo o se pospone. Lo de Sodoma y Gomorra no es un caso aislado sino un patrón recurrente, como veremos.
Jesucristo habla en el Nuevo Testamento de este principio cuando compara a sus discípulos con la sal y la luz. La sal conserva alimentos además de facilitar un buen sabor. Si esta no desempeña su función carece de utilidad1. De hecho, Jesucristo habla de las consecuencias para la sal que pierde sus propiedades: “...será echada fuera y pisoteada por los hombres en las calles” (Mat. 5:13). Es precisamente esto lo que vimos en el penúltimo artículo de esta serie. Se llama juicio sobre la casa de Dios. Y yo creo que el juicio sobre el resto del mundo se debe a la putrefacción de las cosas que la sal (nosotros como pueblo de Dios) debería haber conservado y no lo hizo. Resulta interesante que esta conexión raras veces se explica.
La misma aplicación tiene otra comparación que hace Jesucristo en el mismo contexto refiriéndose a su pueblo como la luz del mundo. La luz de la que habla es la voz profética del pueblo de Dios: la Iglesia es columna y baluarte de la verdad (1 Tim. 3:15) y debe iluminar el mundo que está envuelto en tinieblas, como lo expresa Isaías: “Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra y oscuridad las naciones mas sobre ti amanecerá Jehová y sobre ti será vista su gloria” (Is. 60:2).
El impacto positivo del pueblo de Dios - de ser sal y luz - se ve en muchas partes de la Biblia. Podemos comenzar citando el ejemplo de Abraham. Su mera presencia en la tierra de Canaán significaba también bendiciones para los moradores de aquella tierra, por ejemplo los filisteos.
El ejemplo opuesto es el de su sobrino Lot. Él había escogido en su momento morar en la planicie del valle de Jordán donde había ciudades prósperas, entre ellas Sodoma y Gomorra. En el regateo famoso de Génesis 18, Dios estaba dispuesto a aplazar el juicio si por lo menos hubiera diez personas justas viviendo allí. Por lo visto el único justo era Lot (2 Ped. 2:7-8), pero su influencia como persona destacada en estas ciudades era nula2. Por el contrario: todo indica que la ciudad malvada estaba ejerciendo una influencia nociva sobre Lot y su familia. Por lo tanto, Dios iba adelante con sus planes de juicio y destrucción.
Una y otra vez vemos en la Biblia que Dios se sirve de personas que forman parte de su pueblo para influenciar la sociedad donde viven y a través de ellos decide el destino de los grandes imperios que suceden uno tras el otro.
El primero de estos imperios era Egipto. Se trata del primer ejemplo positivo de cómo el tema de la bendición o maldición de una nación está relacionado con una o varias personas que depositan su confianza en Dios.
En este caso hablamos de José y su familia. Dios bendice a toda esta nación por causa de José que ejerce su poder en el temor de Dios (Gn. 42:18). José cambió a Egipto, pero Egipto no podía cambiar a José.
Famoso y conocido es también es el ejemplo de Nínive, la capital de Asiria, gran potencia que siguió a los egipcios como poder predominante en Medio Oriente. Dios manda al profeta Jonás para anunciar el juicio contra ese imperio malvado y cruel. Y en contra de toda expectativa del mensajero, el rey y la capital hacen caso de las advertencias divinas. En consecuencia, el juicio sobre los asirios se aplaza hasta que vuelven a las andadas y le toca a Nahum certificar la caída inminente de Nínive.3
El imperio que sustituyó a Asiria en el año 612 a.C. fue el de Babilonia. De nuevo hay que lamentar que muy poco se ha escrito sobre la tremenda influencia que algunas personas claves como Daniel y sus amigos tenían allí. Tampoco hay que olvidar que Jeremías llamó a los judíos a “buscar el bienestar de la ciudad” (Jer. 29:7). Durante décadas, Daniel estuvo a cargo de la clase más influyente del imperio: los magoi -científicos y consejeros de más alto nivel- que ejercían una influencia decisiva en Babilonia. En este contexto hay que entender los diez años de locura que sufrió el rey Nabucodonosor y que terminan con una confesión tan impresionante de su fe en Dios que constituye uno de los textos más asombrosos de la Biblia (Dan. 4). Era la arrogancia de un virrey malvado -Belsasar- que colmó el vaso de la paciencia divina y en una noche el poder de Babilonia se quebró para ceder el paso a los medo-persas. Esto ocurrió con un detalle muy especial: Daniel también llegó a formar parte del consejo de Estado de Medo-Persia y ejerció una influencia decisiva sobre Ciro quien permitió a los judíos el regreso a casa.
Poco después, la revelación divina paró durante 400 años y los persas cedieron el paso a los griegos. Pero incluso en este tiempo, ciudades como Alejandría surgieron y florecieron gracias a la influencia bien notable de los judíos, ahincados en la urbe egipcia por decreto expreso de Alejandro Magno.
Finalmente llegó el punto culminante de la historia: el nacimiento de Jesucristo, su ministerio, muerte y resurrección. A partir de entonces ya nada iba a ser igual. El árbol cuya copa llegaría hasta el cielo había empezado a crecer (Dan. 4:11) y este reino jamás sería destruido (Dan. 2:44). Las buenas noticias se abrieron camino en el imperio romano que parecía invencible. A pesar de tres siglos de persecución, finalmente “venció el galileo”, como el emperador Juliano el Apóstata supuestamente exclamó en su lecho de muerte. Aunque Roma occidental tenía que ceder su poder a los francos que a partir de este momento llevaron la señal de la cruz en sus emblemas, el imperio bizantino siguió existiendo durante más de mil años y ejerció una fuerte influencia cristiana y positiva en Europa Oriental y en el Medio Oriente.
Con el hundimiento de Bizancio llegó el momento cuando una nueva fuerza cristiana se abrió camino, terminando la época que comúnmente se conoce como “Edad Media”: estalló la Reforma. Surgieron naciones que en algunos casos hicieron pactos solemnes con Dios. Bendiciones que casi siempre han sido muy infravaloradas empezaron a moldear una buena parte de Europa, América y otras regiones del mundo. Infelizmente, el enemigo estaba en casa: el veneno de una teología racionalista carcomió la fuerza de los protestantes desde dentro. A nosotros, al inicio del siglo XXI nos toca ser testigos del ocaso de la fe cristiana en Europa en términos generales. El candelero de la luz divina se está removiendo - a menos que el pueblo de Dios se levante de su autocomplacencia y de su comodidad. Esta amenaza del Señor se encuentra en el Nuevo Testamento y se dirige a la iglesia de Éfeso y por ende a su ciudad (Apoc. 2:5).
Todo esto nos lleva a una conclusión: el principio bíblico de bendición y juicio que llega a la humanidad a través del pueblo de Dios es una realidad hasta el día de hoy. En la medida que la iglesia y el creyente individual desempeñan su función de sal y luz van a ser el canal de las bendiciones de Dios en este mundo. La buena influencia del pueblo de Dios pospondrán el juicio de Dios y en el mejor caso, harán florecer la sociedad en la que están presentes. En la medida que el pueblo de Dios abandona esta función se expone al juicio divino.
Para que la Iglesia ejerza una influencia de bendición en una sociedad no hace falta que formen la mayoría absoluta, ni que dominen los medios de comunicación, ni que tengan partidos políticos, ni que se apoyen en lobbies o manejen armas. Es suficiente ser una minoría que no se deja intimidar y que tiene una fe inquebrantable en el Dios que “muda los tiempos y las edades, quita reyes y pone reyes, da la sabiduría a los sabios y la ciencia a los entendidos” (Dan. 2:21).
Cuando la iglesia no toma en serio su función de sal y luz, contribuye a la descomposición de una sociedad de forma decisiva. El craso error de los herederos de la Reforma es creer que se puede ganar al mundo adaptándose a sus reglas de juego. Por lo tanto, el objetivo de la Iglesia no puede ser la adaptación a las filosofías, cosmovisiones y modas del momento, sino la proclamación de verdades eternas y divinas del evangelio de Jesucristo.
Fuente: Protestante Digital