Por Eduardo Delás
“En este mundo se prefieren antes mentiras tranquilizadoras que las verdades preocupantes (…). Las masas creen todo lo que se les dice, a condición de que se les diga con la suficiente insistencia y a condición de que se halaguen sus pasiones, su odio y su miedo” (Alexandre Koyré).
Todos mentimos. Deformamos nuestras vidas para compartirlas en las redes en busca de likes. Convivimos con la mentira tanto tiempo y hasta tal punto que hemos acabado aceptándola como parte de la verdad sin reparar en la contradicción que supone hacerlo. Los políticos y los gobiernos mienten deformando, manipulando y transformando la realidad en una falacia sin ni siquiera pestañear.
Conclusión: “Bienvenidos a la sociedad posverdadera”, la era del engaño y de la mentira. Es el mundo al revés, donde el plomo aprende a flotar y el corcho a hundirse, es la paradoja de que ya no creemos en nada y al mismo tiempo somos capaces de creernos cualquier cosa.
La cuestión merece una lectura atenta, porque la mentira no es error, ni desconocimiento. El distintivo esencial de los mentirosos es que conocen la verdad y, al conocerla, la ocultan, la falsean y la recubren para invisibilizarla. Para mentir en el sentido estricto y clásico del concepto, hay que conocer la verdad y deformarla intencionalmente. La mentira es sumamente peligrosa no solo como representación del presente, sino también como actor interpretador del pasado. Nunca el prefijo pos (de posverdad) estuvo tan bien justificado como en la construcción de mentiras sobre hechos que ya ocurrieron. La reelaboración, la reescritura es una de las grandes formas en las que se envuelve la mentira. La posverdad se abstrae de los hechos y fabrica una narración de la realidad a la medida de ocultos intereses creados.
Las preguntas que surgen a raíz de estas reflexiones son muy serias: ¿Hemos de resignarnos a vivir sin la verdad? ¿Aceptamos de manera acrítica los relatos que nos llegan, no ya en función de su correspondencia con los hechos, sino en función de si encajan o no con nuestros esquemas y creencias previas? ¿Qué estrategia se persigue con este modo de proceder? ¿Es posible construir vidas, familias, comunidades y democracias desde estos antivalores?
La democracia se edifica sobre el respeto escrupuloso de las opiniones de los otros, pero también sobre la información veraz, sobre la realidad de los hechos. Si hay engaño, si la información que se recibe es falsa o está manipulada, entonces todo el sistema queda distorsionado en su esencia. Para construir la convivencia, cualquier sociedad necesita el valor de la verdad como elemento de consenso. La presencia de la verdad no puede ser algo casual o aislado en la experiencia personal y comunitaria. Cuando la palabra en el debate público pierde toda credibilidad, la única manera de continuar consiste en encadenar provocaciones, transgresiones, difamaciones violencia y mentiras sobre mentiras. Con esa narrativa falsa, distorsionada y a la defensiva, el odio acaba siendo el pegamento que impregna las relaciones interpersonales en todos los ámbitos de la vida.
La presencia de la verdad no puede ser algo casual o aislado, importa insistir en ello. Existen ámbitos de verdad a los que de ningún modo podemos, ni queremos renunciar. Por ejemplo, cuando consultamos el navegador del coche le exigimos que sea verdadero en el sentido de que su información coincida con el camino que estamos buscando. No estaríamos dispuestos a aceptar que hubiera divergencias bajo el argumento de la irrelevancia de la verdad, o justificándonos en que vivimos en una época de posverdad, porque si ese fuera el caso el navegador no serviría para orientarnos y guiarnos hacia el destino elegido. Esto significa que la verdad sigue ineludiblemente presente y actuando en una parte de la experiencia humana, aunque esa convivencia se dé en medio de un conglomerado de mentiras, distorsiones y falsedades que constituyen la posverdad.
Renunciar a los hechos es renunciar a la libertad. Si nada es verdad, todo es espectáculo. La billetera más grande paga las luces más deslumbrantes. Nos sometemos a la tiranía de la posverdad cuando renunciamos a la diferencia entre lo que queremos oír y lo que oímos realmente. Esa renuncia a la realidad puede resultar agradable pero su consecuencia es nuestra desaparición como individuos libres e independientes. La verdad muere de cuatro maneras:
La primera es la hostilidad declarada a la realidad verificable, que asume la forma de presentar las invenciones y las mentiras como si fueran hechos.
La segunda es el encantamiento chamánico. La repetición constante de la mentira, diseñada para hacer plausible y deseable aquello que es canalla y criminal.
La tercera es el pensamiento mágico, es decir, la aceptación descarada de las contradicciones. Promesas y compromisos que nunca se cumplen porque se encuentran fuera de la realidad y más allá de la verdad.
La cuarta manera es la fe que se deposita en quienes no la merecen. Tiene que ver con el tipo de afirmaciones autodeificantes que pronuncian los encantadores de serpientes de este mundo para que la ciudadanía crea lo increíble. Cuando la fe desciende de los cielos a la tierra de esa manera, no queda sitio para el discernimiento de la verdad.
Vivimos en un mundo de mentira, de apariencia y de palabras huecas que desprecian, contradicen y distorsionan los hechos. Hemos creado una sociedad en la que se le niega la convivencia pacífica al que piensa diferente. Solo sabemos construir sociedades individualistas y violentas en las que el sentido de comunidad ha dejado de importar.
El mensaje de Jesús de Nazaret es un correctivo a ese modo de pensar, de ser y de vivir. Estas son sus palabras: “Si permaneciereis en mi palabra seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Evangelio según Juan 8: 32).
La libertad es inseparable de la verdad. No nos es posible ser libres mientras estemos integrados en un orden injusto que sólo cree, reconoce y encarna la mentira. Lo contrario de la verdad no es solo la mentira, sino también la maldad. Lo que sucede es que para hacer el mal necesitamos mentir y, sobre todo, mentirnos a nosotros mismos. Rara vez hacemos el mal llamándole por su nombre porque no lo soportaríamos. Necesitamos una mentira-raíz para sostenernos sobre ella. A partir de ahí, vemos sólo lo que queremos ver sobre nosotros, sobre los demás y sobre la realidad.
Es así como acabamos instalándonos en la posverdad de la que hablamos al principio, porque, como ya dijimos, la mentira no es un error; el distintivo esencial de los mentirosos es que conocen la verdad y, al conocerla, la ocultan, la falsean y la recubren para invisibilizarla. Para mentir en el sentido estricto y clásico del concepto, hay que conocer la verdad y deformarla intencionalmente. La mentira pervierte y destruye la convivencia, solo es posible revertirla sobre el fundamento de la verdad que nos hace libres.
“Todo aquel que hace lo malo aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas… Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres… Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 8:36; 14:6).