Abraham queda viudo y debe tomar una decisión: ¿Qué hacer con los restos de Sara? ¿Llevarlos consigo, regresarlos al panteón familiar en Mesopotamia, cremarlos o enterrarlos en Canaán? ¿Dónde ubicar un cementerio en una tierra extraña y sin ningún título de propiedad? ¿Por qué la muerte de su esposa fue una ocasión para dar testimonio de su fe? ¿Es compatible la fe cristiana con el duelo y el dolor de la partida? ¿Qué valor le damos a los restos mortales? ¿Cómo conducirnos en una época que oscila entre la banalización y el terror a la muerte?
Una lección que nos recuerda nuestro peregrinaje terrenal y nuestra doble ciudadanía.
ACTITUD FRENTE A LA MUERTE
Génesis 23
Ningún hecho es fortuito en la vida del hijo de Dios. El capítulo anterior nos enseñó cómo Abraham aprendió a priorizar su obediencia al Señor por sobre todas las demás responsabilidades y afectos de su vida. Ahora el pasaje nos relata un momento duro en la vida del patriarca: debe llorar la partida de su esposa Sara, madre del hijo de la promesa dada en el Pacto Abrahámico y quién le acompañó desde su salida de Ur de los caldeos en Mesopotamia hacía ya 72 años.
A pesar del tiempo transcurrido en Canaán y de la promesa de Dios de entregarle en posesión un gran territorio (Gn 15:18-21), la pareja (con sus siervos y su fortuna) residía como huésped de los distintos clanes y reinos que habitaban la tierra prometida, pero sin poseer siquiera una finca en propiedad.
Aunque Abraham había llegado a intimar con Dios y su fe había crecido y arraigado a través de las pruebas que el Señor le fue presentando; cuando fallece Sara, su único lazo familiar estaba constituido por Isaac. El resto de la parentela, liderada por su hermano Nacor y sus 12 hijos, residía en su tierra natal.
Un adiós doloroso Génesis 23:1-2
Abraham había aprendido que su fe requería obediencia plena y capacidad de razonar según los criterios divinos, pero nunca dejó de expresar sus emociones sinceras. Ahora le tocaba llorar y lamentar la pérdida de su compañera de vida, la mujer más hermosa que cualquier hombre hubiera querido poseer.
No sabemos cuánto le había sido revelado acerca de la trascendencia de la vida; pero, aunque Abraham creyera firmemente en la resurrección de los muertos, velar la muerte y enterrar a un ser querido, siempre es un desgarro del alma. Recordemos que Jesús también sintió ese dolor ante la tumba de su amigo Lázaro (Jn 11:35-36).
Un testimonio de fe en el pacto Génesis 23:3-20
Cuando una pareja ha compartido tantos años de vida, la partida de un cónyuge obliga al otro a pensar en su propia muerte. Abraham no fue la excepción, al fallecer Sara debió considerar el sitio para depositar sus restos, la misma tumba donde más adelante querría ser enterrado él y sus descendientes.
Primicia de la posesión prometida
Así que comienza una negociación al estilo antiguo oriental: a las puertas de la ciudad, con testigos y efectuando la transacción públicamente. Hubiera podido enterrar a su esposa en una tumba ajena, ya que, debido a su fama, los cananeos estaban dispuestos a concederle el mejor sepulcro existente. Pero Abraham quería comprar una cueva propia. Como extranjero sabía que un día sus descendientes poseerían todo ese territorio, de manera que no dejaría los restos de su esposa en un lugar prestado sino en uno que indicara la primicia de la posesión completa.
Los heteos le explican que la cueva que deseaba debía comprarse junto con la parcela y Abraham acepta el trato y solicita conocer su valor, precio que paga sin contraoferta: cuatrocientas monedas de plata.
Un acto de fe
Esta compra es una muestra de la fe del patriarca en las promesas de Dios. Cuando alguien ha nacido en una tierra lejana y próspera y ha vivido como extranjero todo el resto de su vida, es improbable que desee descansar en una tumba lejana a su patria de nacimiento y que prefiera ser enterrado junto a su familia. Comprar un terreno para sepultar a su esposa, con un hijo que todavía no le había dado nietos y con la firme convicción que el futuro pueblo nacido de ese hijo sería poseedor de todo el territorio entre el Mediterráneo y la Mesopotamia, era claramente un acto de fe.
Pero Abraham sabía que Dios cumpliría su promesa, en algún momento de la historia su descendencia se haría poseedora de toda la tierra de Canaán (He 11:13). Ese día se recordaría que su patriarca, a modo de anticipo, había comprado un terrenito con el propósito de hacerlo cementerio familiar.
Sin vuelta atrás
Enterrando entonces a su esposa y considerando que en el futuro descansarían allí sus propios restos y los de sus descendientes, el patriarca “clava su estaca en la tierra prometida”, patria del futuro pueblo israelita.
Aunque su hermano y el resto de los parientes vivieran en Mesopotamia, Abraham declara con su decisión que no volvería sobre sus pasos. Siglos más adelante, Jeremías, el profeta que fue testigo del exilio de Israel como juicio del Señor por causa de su desobediencia, comprará también una parcela como testimonio y anticipo del retorno del futuro remanente a la posesión prometida (ver Je 32:6-15).
Doble ciudadanía
Desde aquella transacción, Abraham se compromete a respetar también las leyes de aquella región.
Como peregrino no estaba obligado a las mismas, ya que los reyes le permitían utilizar las tierras y sus productos porque lo reconocían como un príncipe del Dios Altísimo a quién servía; pero ahora tendrá una doble ciudadanía.
En la misma situación nos vemos comprometidos todos los cristianos que vivimos en el mundo. Nuestra doble ciudadanía (terrenal y celestial) nos compele a ejercer una mayordomía responsable (2 Pe 2:11-17, 1ª Pe 2:11 y ss., Ro 13:1-7). En vista de nuestra futura patria, vivimos sobria y responsablemente el presente.
Un Señor, una fe, un bautismo
Siete siglos después de esta transacción, el pueblo de Israel se constituirá como una nación en el desierto, libre del yugo de Egipto, pero todavía sin retornar a las tierras que Abraham había recibido por la fe en el pacto.
Durante cuarenta años de peregrinaje Moisés fue inspirado por Dios para escribir la Torá y dentro de ella las crónicas de los patriarcas como testimonio del proyecto del Señor que desde la eternidad había proyectado la venida de su Mesías con el propósito de redimir con su sacrificio a un pueblo santo y de proveer, a través de las instituciones de Israel, un anticipo del reino mesiánico.
Conclusión
• Para el creyente la tumba es un símbolo de esperanza. Aunque sufrimos la pérdida de quienes amamos, la tumba del cristiano es un hito de su fe. Y la tumba vacía de Jesucristo viene a ser el anticipo de nuestras propias tumbas vacías (1 Co 15 y 1 Te 4). Siempre la relación personal de cada persona con Dios y su Hijo Jesucristo marca la diferencia respecto de la muerte física.
• Cómo invertimos nuestros bienes hoy muestra qué visión tenemos del futuro. Sabemos de muchos hombres y mujeres cristianos que dejaron sus vidas cómodas para misionar en otras culturas, incluso en tierras inhóspitas y lejanas. Gran número de ellos murió en esa tierra extranjera y otra buena parte invirtió su salud y bienes materiales sin recibir retribución material o social por su trabajo esforzado. En el siglo XX, el misionero Jim Elliot murió a manos de una tribu salvaje de la selva ecuatoriana y la frase más famosa que se le atribuye dice: “No es tonto quien pierde aquello que no puede retener para ganar aquello que nunca podrá perder”. Abraham sabía que podía confiar en las promesas del Señor y por ello gastó una importante suma por una parcela pequeña, nosotros hoy tenemos más claras y firmes promesas en su Palabra y somos llamados a hacer tesoros en los cielos.
• La base de nuestras acciones y decisiones descansa en la Palabra de Dios. Abraham había recibido promesas firmes selladas por un pacto entregado por Dios y confirmado en Su fidelidad. Cuando somos presa de situaciones difíciles, cuando todo nuestro mundo parece derrumbarse, cuando la incertidumbre es el sentimiento más universal de la sociedad, los creyentes arraigados por fe en la Palabra de Dios podemos estar seguros de que todo lo que sucede tiene un propósito y que el mismo sale de la mente de un Dios bondadoso y fiel. Aunque no estemos en control de la situación que atravesamos, Dios sí lo está; en Él descansamos.
• El entierro de un ser querido es para el cristiano la oportunidad de manifestar públicamente su fe. No sólo las palabras sino también nuestras acciones demuestran qué entendemos acerca de la muerte y qué podemos esperar luego de que ocurre.
En primer lugar, el cuerpo mortal se fundirá progresivamente (más tarde o más temprano) con los elementos constitutivos de la naturaleza. Por ello no creemos que los restos mortales deban ser venerados o sacralizados pues el alma humana (la dimensión inmaterial) no se encuentra atrapada ni se extingue con la muerte física.
Sabemos que Dios regenera nuestra vida espiritual por obra del Espíritu Santo, así nuestro cuerpo es asiento de su presencia una vez que ingresa a morar en nuestro ser; de manera que el cuerpo también posee una dignidad dada por creación y por ello somos respetuosos en el proceso de despedirlo o depositarlo sabiendo que la promesa divina es que un día resucitaremos en cuerpos libres del pecado e incorruptibles.
Los cananeos aprendieron el valor que le dio Abraham a los restos de su amada esposa por la transacción y la legalidad de todo el proceso. Siglos después tanto Jacob como José solicitaron que sus osarios fueran trasladados desde Egipto hasta Macpela confirmando su fe en el mismo pacto que Dios había establecido con su abuelo y bisabuelo.
Para reflexión
1. ¿A quiénes buscamos cuando nos enfrentamos con la muerte de un ser querido? ¿Qué hizo Abraham al enviudar?
2. ¿Por qué era importante para el patriarca obtener una parcela propia donde enterrar a Sara? ¿Por qué crees que no la cremó o envió sus restos a Mesopotamia?
3. ¿Por qué consideramos que la compra de Macpela fue un acto de fe de Abraham?
4. ¿En qué otro trágico momento un profeta compró (redimió) una parcela en tierra de Benjamín?
5. ¿Por qué decimos los cristianos que poseemos doble ciudadanía? ¿Qué implicancias tiene esa condición?
6. ¿Qué importancia le das al momento de la muerte? ¿Qué diferencia a la persona de fe del incrédulo frente a una tumba?